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jueves, 8 de octubre de 2020
PLATÓN, texto evau
PLATÓN
República
LIBRO VII, 5l4a-517c; 518b-520a; 532a-535a.
—A continuación —proseguí— compara con la siguiente escena el estado
de nuestra naturaleza con relación a la educación o a su carencia. Imagina, pues,
una especie de vivienda subterránea en forma de caverna, con una amplia entrada,
abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna; y a unos hombres
que están en ella desde niños, atados por la piernas y el cuello, de tal manera que
se vean obligados a permanecer en el mismo lugar y a mirar únicamente hacia
adelante, siendo incapaces de volver la cabeza a causa de las ligaduras. Detrás de
ellos, la luz de un fuego encendido a cierta distancia y en una elevación del terreno;
y entre el fuego y los encadenados, un camino elevado, a lo largo del cual imagina
que ha sido construido un tabique semejante a las mamparas que se levantan entre
los prestidigitadores y el público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus
prodigios.
—Ya lo veo, dijo.
—Pues bien, ve ahora a lo largo de ese tabique, unos hombres que transportan
toda clase de objetos, que aparecen por encima del muro, y las figuras de
hombres o animales, labradas en piedra, en madera y en toda clase de materiales;
y entre estos portadores, naturalmente, unos irán hablando y otros en silencio.
—¡Qué extraña escena describes—dijo— y qué extraños prisioneros!
—Iguales que nosotros, respondí. Porque, en primer lugar, ¿crees que
quienes están en tal situación han visto de sí mismos o de sus compañeros otra
visión distinta de las sombras proyectadas por el fuego sobre la pared de la
caverna que está frente a ellos?
—¿Cómo, dijo, si durante toda su vida han sido obligados a mantener la
cabeza inmóvil?
—¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?—
Sin duda.
—Y si pudieran hablar entre ellos, ¿no crees que al nombrar las sombras
que ven pasar ante ellos pensarían nombrar las cosas mismas?
—Necesariamente.
—Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la pared de enfrente,
¿piensas que, cada vez que hablara alguno de los que pasaban, no creerían ellos
que hablaba la sombra que veían pasar?
—Por Zeus, dijo, yo mismo no pensaría otra cosa.
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—Entonces es indudable, dije yo, que tales prisioneros no juzgarán real
otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados.
—Es inevitable, dijo.
—Considera ahora, dije, lo que sucedería si fuesen liberados de sus
cadenas y curados de su error, y si de acuerdo con su naturaleza, les ocurriese lo
siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a ponerse en pie de
repente y a volver la cabeza y a caminar y a mirar hacia la luz y, cuando al hacer
todo esto sintiera dolor, y, a causa de los destellos, no pudiera distinguir los
objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que respondería si le dijera alguien
que hasta entonces sólo había contemplado sombras vanas y que es ahora cuando,
hallándose más cerca de la realidad y vueltos los ojos hacia los objetos más reales,
ve con más rectitud, y si, por último, mostrándosele los objetos a medida que
pasan, le obligara a responder a la pregunta de qué es cada uno de ellos? ¿No
crees que se hallaría perplejo y que juzgaría más verdadero lo que había visto
hasta ahora que lo que ahora se le muestra?
—Mucho más, dijo.
—Y, si se le obligara a mirar la luz misma, ¿no crees que le dolerían los
ojos y que huiría de allí para volverse hacia aquellos objetos que es capaz de
contemplar y que juzgaría más claros que los que ahora se le muestran?
—Así es, dijo.
—Y si, proseguí, lo arrancaran de allí por la fuerza y le obligaran a recorrer
la áspera y escarpada subida y no le dejaran hasta haberle arrastrado a la luz
del sol, ¿no crees que sufriría y se irritaría por ser así arrastrado, y que, cuando
llegase a la luz, tendría los ojos tan llenos de su resplandor que no sería capaz de
ver ni una sola de las cosas que ahora llamamos verdaderas?
—No podría, dijo, al menos los primeros instantes.
—Necesitaría efectivamente acostumbrarse, creo yo, para llegar a ver las
cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente serían en primer lugar las sombras;
después las imágenes de los hombres y de los demás objetos reflejados en las
aguas y, finalmente, los objetos mismos. Después de esto, podría más fácilmente
contemplar de noche los cuerpos celestes, el cielo mismo, fijando su mirada en la
luz de las estrellas y la luna, que de día el sol y su resplandor.
—¿Cómo no?
—Finalmente, creo, sería capaz de contemplar el sol, ya no sus imágenes
reflejadas en las aguas o en algún otro medio ajeno a él, sino el propio sol en su
misma región y tal cual es en sí mismo.
—Necesariamente, dijo.
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—Y después de esto, podría deducir respecto al sol que es él quien produce
las estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible y es, en cierto
modo, el autor de todo aquello que él y sus compañeros veían en la caverna.
—Es evidente, dijo, que después de ello llegaría a esta conclusión.
—Y, al acordarse de su primera habitación y de la sabiduría de allí y de
sus antiguos compañeros de cautiverio, ¿no crees que se sentiría feliz por su
cambio y tendría lástima de aquéllos?
—Ciertamente.
—Y si en su vida anterior hubiese habido honores y alabanzas de unos a
otros y recompensas para aquel que tuviera la vista más penetrante para discernir
las sombras que pasaban, que recordara mejor cuáles de entre ellas solían pasar
primero, cuáles después o al mismo tiempo, siendo por ello el más hábil en
pronosticar lo que iba a suceder, ¿crees que aquél sentiría nostalgia de tales distinciones
o que envidiaría a los que recibían honores y poder entre aquéllos?; ¿no
crees más bien que le sucedería lo que dice Hornero, es decir, que preferiría decididamente
«trabajar la tierra al servicio de un pobre labrador» y sufrir cualquier
mal antes que volver a vivir en aquel mundo de lo opinable?
—Creo—respondió—que preferiría sufrirlo todo antes de vivir de aquelmodo.
—Ahora —continué— considera lo siguiente: si este hombre volviera allá
abajo y ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos
de tinieblas al dejar súbitamente la luz del sol?
—Ciertamente, dijo.
—Y si, mientras su vista está todavía confusa, pues necesitaría largo tiempo
para acostumbrarse de nuevo, tuviese que opinar sobre aquellas sombras y discutir
acerca de ellas con los compañeros que permanecieron constantemente encadenados,
¿no les daría que reír? y ¿no dirían de él que, por haber subido arriba, ha
perdido la vista y que no vale la pena ni siquiera intentar la subida? Y a quien
pretendiera desatarlos y hacerles subir, ¿no lo matarían si pudiesen echarle mano
y matarle?
—Sin duda, dijo.
—Pues bien, querido Glaucón —proseguí—, esta imagen debemos aplicarla
enteramente a lo que antes se dijo. El mundo que aparece a nuestra vista es
comparable a la caverna subterránea, y la luz del fuego que hay en ella al poder
del sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de las
cosas de él, si las comparas con la ascensión del alma al mundo inteligible no
errarás respecto a mi conjetura, ya que deseas conocerla. Sólo Dios sabe si por
ventura es verdadera. Lo que a mí me parece es lo siguiente: en el límite extremo
del mundo inteligible está la idea del bien, que percibimos con dificultad, pero,
una vez contemplada, es necesario concluir que ella es la causa de todo lo recto y
bello que existe; que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al
soberano de ella, en el mundo inteligible es ella misma la soberana y dispensadora
de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario que la vea bien quien
quiera conducirse sabiamente tanto en la vida privada como en la pública.
—También yo estoy de acuerdo en esto, dijo, en la medida de mi capacidad...
9 —Por tanto—dije—, si todo esto es verdad, hemos de deducir de ello la
siguiente conclusión: que la educación no es tal cual la proclaman quienes hacen
profesión de enseñarla. Dicen ellos, en efecto, que pueden hacer entrar la ciencia
en el alma que no la posee, como si infundieran la vista a unos ojos ciegos.
—Así lo afirman efectivamente, dijo.
—Nuestro diálogo muestra, por el contrario —proseguí—, que en el alma
de cada uno existe la facultad y el órgano con el que cada uno aprende y que, del
mismo modo que el ojo es incapaz de volverse de las tinieblas a la luz, sino en
compañía del cuerpo entero, así también aquel órgano, y con él el alma entera,
apartándose de lo que llega a ser, debe volverse hasta que sea capaz de sostener la
contemplación del ser y de lo que es más luminoso en el ser, que es lo que
llamamos bien, ¿no es eso?
—Sí.
—Por consiguiente —dije—, debe haber un arte de la conversión, es decir,
de la manera más fácil y eficaz para que este órgano se vuelva; pero no de infundirle
la vista que ya tiene, sino de procurar que se oriente lo que no está vuelto
hacia la dirección correcta ni mira hacia donde es preciso.
10 —Así parece, dijo.
—Así, pues, las demás virtudes, las llamadas virtudes del alma, es muy
posible que sean bastante semejantes a las del cuerpo, ya que, aun careciendo en
un principio de ellas, pueden ser producidas más tarde por el hábito y el ejercicio.
La virtud del conocimiento, por el contrario, parece depender de algo más
divino que jamás pierde su poder y que, según a donde se vuelva, resulta útil y
provechoso o, por el contrario, inútil y nocivo. ¿O no has observado, respecto de
aquellos de los que se dice que son malvados pero inteligentes, con qué penetración
percibe su alma miserable y con qué agudeza distingue aquéllo hacia lo cual
se vuelve, porque no tiene mala vista, sino que está obligada a ponerla al servicio
de la maldad, de manera que cuanto mayor sea la agudeza de su mirada, tanto
mayores serán los males que cometa?
—Así es en efecto, dijo.
—Pero si desde la infancia —continué— se hubieran extirpado de tal naturaleza
esas excrecencias, por así decirlo, plúmbeas, emparentadas con la generaREPÚBLICA
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ción y que, adheridas por la gula, los placeres y otros apetitos semejantes, arrastran
hacia abajo la visión del alma; si, libre de ellas, se volviera hacia lo verdadero,
aquella misma alma de los mismos hombres lo vería también con la mayor
agudeza, lo mismo que ve ahora aquellas cosas hacia las que está vuelta.
—Es natural, dijo.
11 —¿Y qué? ¿no es también natural —dije—, y se deduce necesariamente de
lo dicho, que las gentes sin educación y sin experiencia de la verdad jamás serán
aptas para gobernar una ciudad, ni tampoco aquellos a quienes se permita perma
necer investigando hasta el fin de su vida; los unos porque no tienen en la vida
ningún objetivo al que apunten todas sus acciones tanto privadas como públicas,
y los otros porque no consentirán en actuar, considerándose ya en esta vida mora
dores de las islas de los bienaventurados?
—Es verdad, dijo.
—Es, pues, tarea nuestra, dije, de los fundadores de la república, obligar a
las mejores naturalezas a que alcancen el conocimiento que afirmamos era el más
excelente: ver el bien y ascender por aquella subida y después que, habiendo
subido, hayan visto adecuadamente, no permitirles lo que ahora se les permite.
—¿Y qué es?
—Que permanezcan allí —respondí— y no consientan en bajar de nuevo
junto a aquellos prisioneros ni en participar con ellos en sus trabajos ni en sus
honores, sean éstos más despreciables o más estimables.
—En ese caso, dijo, ¿no seremos injustos con ellos y les haremos vivir
peor, cuando podrían vivir mejor?
12 —Vuelves a olvidar, querido amigo —dije—, que a la ley no le interesa
que haya en la ciudad una clase que disfrute de una situación privilegiada, sino que
procura el bienestar de la ciudad entera, introduciendo la armonía entre los ciuda
danos por la persuasión o por la fuerza y haciendo que se presten los unos a los
otros los servicios que cada cual es capaz de aportar a la comunidad. La misma
ley forma en la ciudad hombres de tal naturaleza, no para permitirles que cada
uno se vuelva cuando le plazca, sino para servirse ella misma de ellos con el fin
de alcanzar la cohesión de la ciudad.
—Es verdad, dijo. Me olvidé de ello.
13 —Entonces, Glaucón, ¿no será ésta precisamente la melodía que la dialéctica
ejecuta? La cual, aun perteneciendo a lo inteligible, es imitada por la facultad de la
vista, de la que hemos dicho antes que se esfuerza primero en contemplar los
animales, luego los astros mismos y, por último, el propio sol. Del mismo modo,
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cuando uno, mediante la dialéctica y sin ninguno de los sentidos, sino con ayuda
de la razón, intenta lanzarse a lo que cada cosa es en sí y no desiste hasta haber
alcanzado, con la sola inteligencia, lo que es el bien en sí mismo, llega con ello al
término de lo inteligible, como aquel otro (de nuestra alegoría) llegó entonces al de
lo sensible.
—Absolutamente, dijo.
—¿Y qué? ¿No es este viaje al que denominas dialéctica?
—Ciertamente.
—Y la liberación de las cadenas, dije, y la conversión de las sombras a las
imágenes y a la luz y el ascenso de la caverna hacia el sol y la impotencia, al
llegar allí, de mirar aún los animales, las plantas y la luz del sol, sino únicamente
los reflejos divinos en las aguas y las sombras de los objetos reales, aunque no las
sombras de las imágenes proyectadas por otra luz que, comparada con el sol,
es semejante a ellas, he ahí el poder que posee el estudio de las ciencias que hemos
enumerado, el cual eleva la mejor parte del alma hacia la contemplación del mejor
de los seres, del mismo modo que antes elevaba el más perspicaz de los órganos del
cuerpo a la contemplación de lo más luminoso en el mundo corporal y visible.
, / Así lo admito, dijo. Sin embargo, me parecen cosas difíciles de admitir,
aunque también difíciles de rechazar. Sea como fuere (puesto que no será ésta la
única ocasión en que las oigamos, sino que hemos de volver sobre ella muchas
veces), admitiendo ahora que sea como dices, vayamos a la melodía misma y
analicémosla como lo hemos hecho con el preludio. Dinos, pues, de qué naturaleza
es la facultad dialéctica, en cuántas especies se divide y por qué caminos se
llega a ella, ya que, según parece, ellos nos conducirán a donde, una vez que
lleguemos, alcanzaremos el descanso del camino y el fin del viaje.
—Pero no serás capaz de acompañarme hasta allí, querido Glaucón
—repliqué—, aunque, por lo que a mí respecta, no me faltaría buena voluntad.
No verías entonces la imagen del bien, sino el verdadero bien en sí mismo, al
menos como a mí me parece. Si es así o no, no vale la pena ahora insistir en ello,
pero sí ha de afirmarse que es necesario contemplar algo semejante. ¿No es así?
—Sin duda.
—¿Y no es también cierto que la facultad dialéctica será la única que lo
revelará a quien sea experto en las ciencias que hemos enumerado, siendo imposible
de otro modo?
—También sobre esto, dijo, merece la pena insistir.
15 —Al menos en esto, dije, nadie podrá contradecirnos: en que no hay otro
método que intente, por este camino y en cualquier materia, llegar a la esencia de
cada cosa. Las demás artes, en efecto, se ocupan de las opiniones y deseos de los
hombres, o se han desarrollado teniendo como objeto la producción, la fabricación
o el mantenimiento de los productos naturales o artificiales. En cuanto a las
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restantes, de las que hemos dicho que comprenden algo del ser, como la
geometría y las que la acompañan, vemos cómo sueñan acerca del ser, pero
son incapaces de verlo con una visión de estado de vigilia, mientras utilicen
hipóresis que dejen intactas, por no poder dar razón de eüas. En efecto,
cuando se toma como principio lo que no se conoce y la conclusión y las
proposiciones intermedias se entrelazan entre sí a partir de lo desconocido,
¿qué posibilidad existe de que el asentimiento a tal razonamiento pueda
convertirse alguna vez en ciencia?
—Ninguna, respondió.
16 —Así pues, dije yo, el método dialéctico es el único que, haciendo desaparecer
las hipótesis, avanza hasta el principio mismo para establecerlo sólidamente
y sacando suavemente el ojo del alma del bárbaro lodazal en que estaba
hundido, lo eleva hacia lo alto, sirviéndose, como de auxiliares y cooperadores en
esta conversión, de las artes que hemos enumerado. Muchas veces las hemos
llamado ciencias, para acomodarnos al uso; pero habría que darles otro nombre
cuyo significado implicara más claridad que la opinión y más oscuridad que la
ciencia. En algún momento de nuestro diálogo hemos utilizado el término de
«inteligencia discursiva»; pero no me parece que debamos discutir sobre los
nombres cuando tenemos ante nosotros realidades tan importantes que debemos
examinar.
—No, ciertamente, dijo; sería suficiente un solo nombre que mostrase con
claridad lo que pensamos.
17 —Me parece adecuado, dije, seguir llamando, como antes, ciencia al primer
modo de conocimiento, inteligencia discursiva al segundo, creencia al tercero y
conjetura al cuarto. Comprendemos los dos últimos bajo el nombre de opinión
y los dos primeros bajo el de intelección, siendo el objeto de la opinión el devenir y
el de la intelección la esencia. Y lo que es la esencia con relación al devenir, lo es
la intelección respecto a la opinión; y lo que es la intelección con relación a la
opinión lo es la ciencia respecto a la creencia y la inteligencia discursiva respecto a
la conjetura. Dejemos, sin embargo, la analogía y la división de los objetos de
cada uno de los ámbitos, de la opinión y de la intelección, para no precipitarnos
en discursos mucho más largos que los que hemos mantenido.
—Estoy de acuerdo contigo, dijo, en la medida en que soy capaz de seguirte.
ig —¿Llamas también dialéctico al que comprende la razón de la esencia de
cada cosa? Y del que no lo hace, ¿no dirás que tiene tanta menor inteligencia
de una cosa cuanto más incapaz sea de dar razón de ella a sí mismo y a los
demás?
—¿Cómo no lo diría?, respondió.
—Pues lo mismo ocurre con el bien. El que no pueda definir con la razón
la idea del bien, distinguiéndola de todas las demás, y sea incapaz de abrirse
paso, como en un combate, a través de todas la objeciones, aplicándose a funda38
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mentar sus pruebas, no en la apariencia sino en la esencia, superando todos los
obstáculos mediante una lógica infalible, no dirás que este hombre conoce el bien
en sí, ni ningún bien, sino que, si por casualidad alcanza alguna imagen del
bien, la alcanzará por la opinión y no por la ciencia y dirás que su vida presente
la pasa en un profundo sueño y letargo, del que no despertará en este mundo
antes de haber bajado al Hades para dormir allí un sueño perfecto.
—¡Por Zeus!, dijo, sin duda diré todo eso rigurosamente.
19 —Y si un día tuvieras que educar en la práctica a esos niños que ahora
educas en teoría, no permitirás, creo, que siendo gobernantes de la ciudad y arbi
tros de sus decisiones, carezcan de razón como las líneas irracionales.
—Ciertamente no, dijo.
—Les ordenarás, por el contrario, que se apliquen sobre todo al estudio
de esta ciencia que les hará más competentes en el preguntar y en el responder.
—Lo ordenaré, dijo, de acuerdo contigo.
20 —Y, entonces, ¿no crees que la dialéctica constituye para nosotros como la
cima y el coronamiento de todas las enseñanzas y que ninguna otra puede con
razón colocarse por encima de ella y que hemos llegado al fin de nuestra investi
gación acerca de las enseñanzas?
—Así lo creo, dijo.