viernes, 15 de septiembre de 2023

J. ORTEGA Y GASSET¿Qué es Filosofía?

LECCIÓN X

En la lección anterior hemos encontrado como dato radical del Universo, por tanto, como realidad primordial, algo completamente nuevo, distinto del ser cósmico de que partían los antiguos y distinto del ser subjetivo de que partían los modernos. Pero oír que hemos hallado una realidad, un ser nuevo, ignorado antes, no lleva del todo, al que me escucha, el significado de estas palabras. Cree que, a lo sumo, se trata de una cosa nueva, distinta de las ya conocidas, pero al fin y al cabo «cosa» como las demás; que se trata de un ser o realidad distinto de los seres y realidades ya notorios, pero que, a la postre, responde a lo que signi-fican desde siempre las palabras «realidad» y «ser»; en suma, que de uno u otro tamaño el descubrimiento es del mismo género que si se descubre en zoología un nuevo animal, el cual será nuevo pero no es más ni menos animal que los ya conocidos, por tanto, que vale para él el concepto «animal». Siento mucho tener que decir que se trata de algo harto más importante y decisivo que todo esto. Hemos hallado una realidad radical nueva; por tanto, algo radicalmente distinto de lo conocido en filosofía; por tanto, algo para lo cual los conceptos de realidad y de ser tradicionales no sirven. Si, no obstante, los usamos es porque antes de descubrirlo, y al descubrirlo, no tenemos otros. Para formarnos un concepto nuevo necesitamos antes tener y ver algo novísimo. De donde resulta que el hallazgo es, además de una realidad nueva, la iniciación de una nueva idea del ser, de una nueva ontología —de una nueva filosofía y, en la medida en que ésta influye en la vida, de toda una nueva vida, vita nova.No es posible que ahora, de pronto, ni el más pintado se dé clara cuenta de las proyecciones y perspectivas que ese hallazgo contiene y envolverá. Tampoco me urge. No es necesario que hoy se justiprecie la importancia de lo dicho en la anterior lección —no tengo prisa alguna porque se me dé la razón. La razón no es un tren que parte a hora fija. Prisa la tiene sólo el enfermo y el ambicioso. Lo único que deseo es que si, entre los muchachos que me escuchan, hay algunos con alma profundamente varonil y, por lo tanto, muy sensible a aventuras de inte-lecto, inscriban las palabras pronunciadas por mí el viernes pasado en su fresca memoria, y, andando el tiempo, un día de entre los días, generosos, las recuerden.Para los antiguos, realidad, ser, significaba «cosa»; para los modernos, ser significaba «intimidad, subjetividad»; para nosotros, ser significa «vivir» —poranto, intimidad consigo y con las cosas. Confirmamos que hemos llegado a un nivel espiritual más alto porque si miramos a nuestros pies, a nuestro punto de partida —el «vivir»— hallamos que en él están conservadas, integradas una con otra y superadas, la antigüedad y la modernidad. Estamos a un nivel más alto —estamos a nuestro nivel—, estamos a la altura de los tiempos. El concepto de altura de los tiempos no es una frase, es una realidad, según veremos muy pronto. Refresquemos, en pocas palabras, la ruta que nos ha conducido hasta topar con el «vivir» como dato radical, como realidad primordial, indubitable del Universo. La existencia de las cosas como existencia independiente de mí es problemática, por consiguiente, abandonamos la tesis realista de los antiguos. Es, en cambio, indudable que yo pienso las cosas, que existe mi pensamiento y que, por tanto, la existencia de las cosas es dependiente de mí, es mi pensarlas; ésta es la porción firme de la tesis idealista. Por eso la aceptamos pero, para aceptarla, queremos entenderla bien y nos preguntamos: ¿en qué sentido y modo dependen de mí las cosas cuando las pienso —qué son las cosas, ellas, cuando digo que son sólo pensamientos míos? El idealismo responde: las cosas dependen de mí, son pensamientos en el sentido de que son contenidos de mi conciencia, de mi pensar, estados de mi yo. Esta es la segunda parte de la tesis idealista y ésta es la que no aceptamos. Y no la aceptamos porque es un contrasentido; conste, pues, no porque no es verdad, sino por algo más elemental. Una frase para no ser verdad tiene que tener sentido; de su sentido inteligible decimos que no es verdad —porque enten demos que 2 y 2 son 5 decimos que no es verdad. Pero esa segunda parte de la tesis idealista no tiene sentido, es un contrasentido, como el «cuadrado redondo». Mientras este teatro sea este teatro, no puede ser un contenido de mi yo. Mi yo no es extenso ni es azul y este teatro es extenso y es azul. Lo que yo contengo y soy es sólo mi pensar o ver el teatro, mi pensar o ver la estrella, pero no aquél ni ésta. El modo de dependencia entre el pensar y sus objetos no puede ser, como pretendía el idealismo, un tenerlos en mí, como ingredientes míos, sino al revés, mi hallarlos como distintos y fuera de mí, ante mí. Es falso, pues, que la conciencia sea algo cerrado, un darse cuenta sólo de sí misma, de lo que tiene en su interior. Al revés, yo me doy cuenta de que pienso cuando, por ejemplo, me doy cuenta de que veo o pienso una estrella; y entonces de lo que me doy cuenta es de que existen dos cosas distintas, aunque unidas la una a la otra: yo que veo la estrella y la estrella que es vista por mí. Ella necesita de mí, pero yo necesito también de ella. Si el idealismo no más dijese: existe el pensamiento, el sujeto, el yo, diría algo verdadero aunque incompleto; pero no se contenta con eso, sino que añade: existe sólo pensa miento, sujeto, yo. Esto es falso. Si existe sujeto existe inseparablemente objeto, y viceversa, si existo yo que pienso, existe el mundo que pienso. Por tanto: la verdad radical es la coexistencia de mí con el mundo. Existir es primordialmente coexistir —es ver yo algo que no soy yo, amar yo a otro ser, sufrir yo de las cosas. 5 El modo de dependencia en que las cosas están de mí no es, pues, la dependencia unilateral que el idealismo creyó hallar, no es sólo que ellas sean mi ¿QUÉ ES FILOSOFÍA? 117pensar y sentir, sino también la dependencia inversa, también yo dependo de ellas, del mundo. Se trata, pues, de una interdependencia, de una correlación, en suma, de coexistencia.¿Por qué el idealismo, que tuvo una intuición tan enérgica y clara del hecho «pensamiento», lo concibió tan mal, lo falsificó? Por la sencilla razón de que aceptó sin discutirlo el sentido tradicional del concepto ser y existir. Según este sentido inveteradísimo, ser, existir, quiere decir lo independiente —por eso, para el pretérito filosófico el único ser que verdaderamente es es el Ser Absoluto, que representa el superlativo de la independencia ontológica. Descartes, con más claridad que nadie antes de él, formula casi cínicamente esta idea del ser cuando define la substancia —como ya dije— diciendo que es quod nihil aliud indigeat ad existendum. El ser que para ser no necesita ningún otro —nihil indigeat. El ser sustancial es el ser suficiente —independiente. Al toparse con el hecho eviden-tísimo de que la realidad radical e indubitable es yo que pienso y la cosa en que pienso —por tanto, una dualidad y una correlación— no se atreve a concebirla imparcialmente, sino que dice: puesto que hallo estas dos cosas unidas —el sujeto y el objeto, por tanto, en dependencia—, tengo que decidir cuál de las dos es independiente, cuál no necesita del otro, cuál es el suficiente. Pero nosotros no hallamos fundamento alguno indubitable a esa suposición de que ser sólo puede significar «ser suficiente». Al contrario, resulta que el único ser indubitable que hallamos es la interdependencia del yo y las cosas —las cosas son lo que son para mí, y yo soy el que sufre de las cosas—, por tanto, que el ser indubitable es, por lo pronto, no el suficiente, sino «el ser indigente». Ser es necesitar lo uno de lo otro.La modificación es de exuberante importancia, pero es tan poco profunda, tan superficial, tan evidente, tan clara, tan sencilla que casi da vergüenza. ¿Ven ustedes cómo la filosofía es una crónica voluntad de superficialidad? ¿Un jugar volviendo las cartas para que las vea nuestro contrario?El dato radical, decíamos, es una coexistencia de mí con las cosas. Pero apenas hemos dicho esto nos percatamos de que denominar «coexistencia» al modo de existir yo con el mundo, a esa realidad primaria, a la vez unitaria y doble, a ese magnífico hecho de esencial dualidad, es cometer una incorrección. Porque coexistencia no significa más que estar una cosa junto a la otra, que ser la una y la otra. El carácter estático, yacente, del existir y del ser, de estos dos viejos conceptos, falsifica lo que queremos expresar. Porque no es el mundo por sí junto a mí, y yo por mi lado aquí junto a él —sino que el mundo es lo que está siendo para mí, en dinámico ser frente y contra mí, y yo soy el que actuó sobre él, el que lo mira y lo sueña y lo sufre y lo ama o lo detesta. El ser estático queda decla-rado cesante —ya veremos cuál es su subalterno papel— y ha de ser sustituido por un ser actuante. El ser del mundo ante mí es —diríamos— un funcionar sobre mí, y, parejamente, el mío sobre él. Pero esto —una realidad que consiste en que un yo vea un mundo, lo piense, lo toque, lo ame o deteste, le entusiasme o le acongoje, lo transforme y aguante y sufra, es lo que desde siempre se llama «vivir», «mi vida», «nuestra vida», la de cada cual. Retorceremos, pues, el pescuezo a los venerables y consagrados vocablos existir, coexistir y ser, para, en vez de ellos, decir: lo primario que hay en el Universo es «mi vivir» y todo lo demás lo hay, o no lo hay, en mi vida, dentro de ella. Ahora no resulta inconveniente decir que las cosas, que el Universo, que Dios mismo son contenidos de mi vida —porque «mi vida» no soy yo solo, yo sujeto, sino que vivir es también mundo.Hemos superado el subjetivismo de tres siglos —el yo se ha libertado de su prisión íntima, ya no es lo único que hay, ya no padece esa soledad que es unicidad, con la cual tomamos contacto un día anterior. Nos hemos evadido de la reclusión hacia dentro en que como modernos vivíamos, reclusión tenebrosa, sin luz, sin luz del mundo y sin espacios donde holgar las alas del afán y el apetito. Estamos fuera del confinado recinto yoísta, cuarto hermético de enfermo, hecho de espejos que nos devolvían desesperadamente nuestro propio perfil —estamos fuera, al aire libre, abierto otra vez el pulmón al oxígeno cósmico, el ala presta al vuelo, el corazón apuntando a lo amable. El mundo de nuevo es horizonte vital que, como la línea del mar, encorva en torno nuestro su magnífica comba de ballesta y hace que nuestro corazón sienta afanes de flecha, él, que ya por sí mismo cruento, es siempre herida de dolor o de delicia. Salvémonos en el mundo —«salvémonos en las cosas». Esta última expresión escribía yo, como programa de vida, cuando tenía veintidós años y estudiaba en la Meca del idealismo y me estremecía ya anticipando oscuramente la vendimia de una futura madurez. E quindi uscimmo a riveder le stelle.Pero antes necesitamos averiguar qué es, en su peculiaridad, ese verdadero y primario ser que es el «vivir». No nos sirven los conceptos y categorías de la filo-sofía tradicional —de ninguna de ellas. Lo que vemos ahora es nuevo: tenemos, pues, que concebir lo que vemos con conceptos novicios. Señores, nos cabe la suerte de estrenar conceptos. Por eso, desde nuestra presente situación, comprendemos muy bien la delicia que debieron sentir los griegos. Son los primeros hombres que descubren el pensar científico, la teoría —esa especialísima e ingeniosa caricia que hace la mente a las cosas amoldándose a ellas en una idea exacta. No tenían un pasado científico a su espalda, no habían recibido conceptos ya hechos, palabras técnicas consagradas. Tenían delante el ser que habían descubierto y a la mano sólo el lenguaje usual —«el román paladino en que habla cada cual con su vecino»— y de pronto, una de las humildes palabras cuotidianas resultaba encajar prodigiosa-mente en aquella importantísima realidad que tenían delante. La palabra humilde ascendía, como por levitación, del plano vulgar de la locuela, de la charla, y se engreía noblemente en término técnico, se enorgullecía como un palafrén del peso de soberana idea que oprimía su espalda. Cuando se descubre un nuevo mundo las palabras más menesterosas corren buenas fortunas. Nosotros, herederos de un profundo pasado, parecemos condenados a no manejar en ciencia más que términos hieratizados, solemnes, rígidos, con quienes de puro respeto hemos perdido toda confianza. ¡Qué placer debió ser para aquellos hombres de Grecia asistir al momento en que sobre el vocablo trivial descendía, como una llama sublime, el pentecostés de la idea científica! ¡Piensen ustedes lo duro, rígido, inerte, frío como un metal, que es a la oreja del niño, la primera vez que la oye, la palabra hipotenusa! Pues un buen día, allá junto al mar de Grecia, unos musicantes inteligentes, cosa que no suelen ser los musicantes, unos músicos geniales llamados pitagóricos, descubrieron que en el arpa, el tamaño de la cuerda más larga estaba en una proporción con el tamaño de la cuerda más corta, análoga al que había entre el sonido de aquélla y el de ésta. El arpa era un triángulo cerrado por una cuerda, «la más larga, la más tendida» —la hipotenusa. ¿Quién puede hoy sentir en ese horrible vocablo con cara de dómine aquel nombre tan sencillo y tan dulce, «la más larga», que recuerda el título de la valse de Debussy, La plus que lente —«la más que lenta»? Pues bien, nos encontramos en similar situación. Buscamos los conceptos y categorías que digan, que expresen el «vivir» en su exclusiva peculiaridad, y necesitamos hundir la mano en el vocabulario trivial y sorprendernos de que, súbitamente, una palabra sin rango, sin pasado científico, una pobre voz vernacular se incendia por dentro con la luz de una idea científica y se convierte en término técnico. Esto es un síntoma más de que la suerte nos ha favorecido y llegamos primerizos y nuevos a una costa intacta. El vocablo «vivir» no hace sino aproximarnos al sencillo abismo, al abismo sin frases, sin patéticos anuncios que enmascarado se oculta bajo él. Es preciso que con algún valor pongamos el pie en él aunque sepamos que nos espera una grave inmersión en profundidades pavorosas. Hay abismos benéficos que de puro ser insondables nos devuelven al sobrehaz de la existencia restaurados, robuste cidos, iluminados. Hay hechos fundamentales con los que conviene de cuando en cuando enfrentarse y tomar contacto, precisamente porque son abismáticos, precisamente porque en ellos nos perdemos. Jesús lo decía divinamente: «Sólo el que se pierde se encontrará». Ahora, si ustedes me acompañan con un esfuerzo de atención, vamos a perdernos un rato. Vamos a sumergirnos, buzos de nuestra propia existencia, para tornar luego a la superficie, como el pescador de Coromandel que vuelve del fondo del mar con la perla entre los dientes, por lo tanto, sonriendo. ¿Qué es nuestra vida, mi vida? Sería inocente y una incongruencia responder a esta pregunta con definiciones de la biología y hablar de células, de funciones somáticas, de digestión, de sistema nervioso, etc. Todas estas cosas son realidades hipotéticas construidas con buen fundamento, pero construidas por la ciencia biológica, la cual es una actividad de mi vida cuando la estudio o me dedico a sus investigaciones. Mi vida no es lo que pasa en mis células como no lo es lo que pasa en mis astros, en esos puntos de oro que veo en mi mundo nocturno. Mi cuerpo mismo no es más que un detalle del mundo que encuentro en mí, detalle que, por muchos motivos, me es de excepcional importancia; pero que no le quita el carácter de ser tan sólo un ingrediente entre innumerables que hallo en el I2O J. ORTEGA Y GASSETmundo ante mí. Cuanto se me diga, pues, sobre mi organismo corporal y cuanto se me añada sobre mi organismo psíquico mediante la psicología, se refiere ya a particularidades secundarias que suponen el hecho de que yo viva y al vivir encuentre, vea, analice, investigue las cosas-cuerpos y las cosas-almas. Por consi-guiente, respuestas de ese orden no tangentean siquiera la realidad primordial que ahora intentamos definir.13 ¿Qué es, pues, vida? No busquen lejos, no traten de recordar sabidurías aprendidas. Las verdades fundamentales tienen que estar siempre a la mano porque sólo así son fundamentales. Las que es preciso ir a buscar es que están sólo en un sitio, que son verdades particulares, localizadas, provinciales, de rincón, no básicas. Vida es lo que somos y lo que hacemos: es, pues, de todas las cosas la más próxima a cada cual. Pongamos la mano sobre ella, se dejará apresar como un ave mansa.Si hace un momento, al dirigirse aquí, alguien les preguntó dónde iban, ustedes habrán dicho: vamos a escuchar una lección de filosofía. Y, en efecto, aquí están oyéndome. La cosa no tiene importancia alguna. Sin embargo, es lo que ahora constituye su vida. Yo lo siento por ustedes, pero la verdad me obliga a decir que la vida de ustedes, su ahora, consiste en una cosa de minúscula impor-tancia. Mas si somos sinceros reconoceremos que la mayor porción de nuestra existencia está hecha de parejas insignificancias: vamos, venimos, hacemos esto o lo otro, pensamos, queremos o no queremos, etc. De cuando en cuando nuestra vida parece cobrar súbita tensión, como encabritarse, concentrarse y densificarse: es un gran dolor, un gran afán que nos llama; nos pasan, decimos, cosas de importancia. Pero noten que para nuestra vida esta variedad de acentos, este tener o no tener importancia es indiferente, puesto que la hora culminante y frenética no es más vida que la plebe de nuestros minutos habituales.Resulta, pues, que la primera vista que tomamos sobre la vida, en esta pesquisa que emprendemos, es el conjunto de actos y sucesos que la van, por decirlo así, amueblando.14 Nuestro método va a consistir en ir notando uno tras otro los atributos de nuestra vida en orden tal que de los más externos avancemos hacia los más internos, que de la periferia del vivir nos contraigamos a su centro palpitante. Hallaremos, pues, sucesivamente una serie introgrediente de definiciones de la vida, cada una de las cuales conserva y ahonda los antecedentes. Y, así, lo primero que hallamos es esto: Vivir es lo que hacemos y nos pasa —desde pensar o soñar o conmo-vernos hasta jugar a la Bolsa o ganar batallas. Pero, bien entendido, nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diésemos cuenta de ello. Éste es el primer atributo decisivo con que topamos: vivir es esa realidad extraña, única, que tiene el privilegio de existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo —donde saber no implica conocimiento intelectual ni
sabiduría especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual; sin ese saberse, sin ese darse cuenta el dolor de muelas no nos dolería. La piedra no se siente ni sabe ser piedra; es para sí misma, como para todo, absolutamente ciega. En cambio, vivir es, por lo pronto, una revela-ción, un no contentarse con ser sino comprender o ver que se es, un enterarse. Es el descubrimiento incesante que hacemos de nosotros mismos y del mundo en derredor.16 Ahora vamos con la explicación y el título jurídico de ese extraño posesivo que usamos al decir «nuestra vida»; es nuestra porque, además de ser ella, nos damos cuenta de que es y de que es tal y como es. Al percibirnos y sentirnos tomamos posesión de nosotros, y este asistir perpetuo y radical a cuanto hacemos y somos diferencia el vivir de todo lo demás. Las orgullosas ciencias, el conoci miento sabio no hacen más que aprovechar, particularizar y regimentar esta reve lación primigenia en que la vida consiste. Para buscar una imagen que fije un poco el recuerdo de esta idea traigamos aquélla de la mitología egipcíaca donde Osiris muere e Isis, la amante, quiere que resucite y, entonces, le hace tragarse el ojo del gavilán Horus. Desde entonces el ojo aparece en todos los dibujos hieráticos de la civilización egipcia representando el primer atributo de la vida: el verse a sí misma. Y ese ojo, andando por todo el Mediterráneo, llenando de su influencia el Oriente, ha venido a ser lo que todas las demás religiones han dibujado como primer atributo de la providencia: el verse a sí misma, atributo esencial y primero de la vida. Este verse o sentirse, esta presencia de mi vida ante mí que me da posesión de ella, que la hace «mía», es la que falta al demente. La vida del loco no es suya, en rigor no es ya vida. De aquí que ver a un loco, sea el hecho más desazonador que existe. Porque en él aparece perfecta la fisonomía de una vida, pero sólo como una máscara tras de la cual falta una auténtica vida. Ante el demente, en efecto, nos sentimos como ante una máscara; es la máscara esencial, definitiva. El loco, al no saberse a sí mismo, no se pertenece, se ha expropiado, y expropiación, pasar a posesión ajena, es lo que significan los viejos nombres de la locura: enaje-nación, alienado; decimos: está fuera de sí, está «ido», se entiende de sí mismo; es un poseído, se entiende poseído por otro. La vida es saberse —es evidencial.18 Está bien que se diga: primero es vivir y luego filosofar —en un sentido muy rigoroso es, como están viendo, el principio de toda mi filosofía—; está bien, pues, que se diga esto pero advierto que el vivir en su raíz y entraña misma consiste en un saberse y comprenderse, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en un ser transparente a sí misma. Por eso, cuando iniciamos la pregunta ¿qué es nuestra vida? pudimos sin esfuerzo, galanamente, responder: vida es lo que hacemos; claro, porque vivir es saber que lo hacemos, es, en suma, encon trarse a sí mismo en el mundo y ocupado con las cosas y seres del mundo.

Estas palabras vulgares, encontrarse, mundo, ocuparse, son ahora palabras técnicas en esta nueva filosofía. Podría hablarse largamente de cada una de ellas, pero me limitaré a advertir que esta definición: «vivir es encontrarse en un mundo», como todas las principales ideas de estas conferencias, están ya en mi obra publicada. Me importa advertirlo, sobre todo, acerca de la idea de la exis-tencia, para la cual reclamo la prioridad cronológica. Por eso mismo me complazco en reconocer que en el análisis de la vida quien ha llegado más adentro es el nuevo filósofo alemán Martín Heidegger.]Aquí es preciso aguzar un poco la visión porque arribamos a costas más ásperas. Vivir es encontrarse en el mundo... Heidegger, en un recentísimo y genial libro, nos ha hecho notar todo el enorme significado de esas palabras. No se trata principalmente de que encontremos nuestro cuerpo entre otras cosas corpo rales y todo ello dentro de un gran cuerpo o espacio que llamaríamos mundo. Si sólo cuerpos hubiese no existiría el vivir, los cuerpos ruedan los unos sobre los otros, siempre fuera los unos de los otros, como las bolas de billar o los átomos, sin que se sepan ni importen los unos a los otros. El mundo en que al vivir nos encontramos se compone de cosas agradables y desagradables, atroces y bené volas, favores y peligros: lo importante no es que las cosas sean o no cuerpos, sino que nos afectan, nos interesan, nos acarician, nos amenazan y nos ator mentan. Originariamente eso que llamamos cuerpo no es sino algo que nos resiste y estorba o bien nos sostiene y lleva —por tanto, no es sino algo adverso o favorable. Mundo es sensu stricto lo que nos afecta. Y vivir es hallarse cada cual a sí mismo en un ámbito de temas, de asuntos que le afectan. Así, sin saber cómo, la vida se encuentra a sí misma a la vez que descubre el mundo. No hay vivir si no es en un orbe lleno de otras cosas, sean objetos o criaturas; es ver cosas y escenas, amarlas u odiarlas, desearlas o temerlas. Todo vivir es ocuparse con lo otro que no es uno mismo, todo vivir es convivir con una circunstancia. [Por eso podemos representar «nuestra vida» como un arco que une el mundo y yo; pero no es primero yo y luego el mundo, sino ambos a la vez.] 20 Nuestra vida, según esto, no es sólo nuestra persona sino que de ella forma parte nuestro mundo; ella —nuestra vida— consiste en que la persona se ocupa de las cosas o con ellas, y evidentemente lo que nuestra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra persona como de lo que sea nuestro mundo. Ni nos es más próximo el uno que el otro término: no nos damos cuenta primero de nosotros y luego del contorno, sino que vivir es, desde luego, en su propia raíz, hallarse frente al mundo, con el mundo, dentro del mundo, sumergido en su tráfago, en sus problemas, en su trama azarosa. Pero también viceversa: ese mundo, al componerse sólo de lo que nos afecta a cada cual, es inseparable de nosotros. Nacemos juntos con él y son vitalmente persona y mundo como esas parejas de divinidades de la antigua Grecia y Roma que nacían y vivían juntas: los Dióscuros, por ejemplo, parejas de dioses que solían denominarse dii consentes, los dioses unánimes.

Vivimos aquí, ahora, es decir, que nos encontramos en un lugar del mundo, y nos parece que hemos venido a este lugar ubérrimamente: la vida, en efecto, deja una margen de posibilidades dentro del mundo, pero no somos libres para estar o no en este mundo, que es el de ahora. Cabe renunciar a la vida, pero si se vive no cabe elegir el mundo en que se vive. Esto da a nuestra exis tencia un gesto terriblemente dramático. Vivir no es entrar por gusto en un sitio previamente elegido a sabor, como se elige el teatro después de cenar, sino que es encontrarse de pronto, y sin saber cómo, caído, sumergido, proyectado en un mundo incanjeable: en éste de ahora. Nuestra vida empieza por ser la perpetua sorpresa de existir, sin nuestra anuencia previa, náufragos, en un orbe impreme ditado. No nos hemos dado a nosotros la vida sino que nos la encontramos, justamente, al encontrarnos con nosotros.  Un símil esclarecedor fuera el de alguien que, dormido, es llevado a los basti dores de un teatro y allí, de un empujón que le despierta, es lanzado a las baterías, delante del público. Al hallarse allí ¿qué es lo que halla ese personaje? Pues se halla sumido en una situación difícil sin saber cómo ni por qué, en una peripecia; la situación difícil consiste en resolver de algún modo decoroso aquella exposición ante el público, que él no ha buscado ni preparado ni previsto. En sus líneas radicales, la vida es siempre imprevista. No nos han anunciado antes de entrar en ella —en su escenario, que es siempre uno concreto y determinado—; no nos han preparado.  Este carácter súbito e imprevisto es esencial en la vida. Fuera muy otra cosa si pudiéramos prepararnos a ella antes de entrar en ella. Ya decía Dante que «la flecha prevista viene más despacio». Pero la vida en su totalidad y en cada uno de sus instantes tiene algo de pistoletazo que nos es disparado a quemarropa.  Yo creo que esa imagen dibuja con bastante pulcritud la esencia del vivir. La vida nos es dada, mejor dicho, nos es arrojada o somos arrojados a ella, pero eso que nos es dado, la vida, es un problema que necesitamos resolver nosotros. Y lo es no sólo en esos casos de especial dificultad que calificamos peculiar- mente de conflictos y apuros, sino que lo es siempre. Cuando han venido ustedes aquí han tenido que decidirse a ello, que resolverse a vivir este rato en esta forma. Dicho de otro modo: vivimos sosteniéndonos en vilo a nosotros mismos, llevando en peso nuestra vida por entre las esquinas del mundo. Y con esto no prejuzgamos si es triste o jovial nuestra existencia; sea lo uno o lo otro, está constituida por una incesante forzosidad de resolver el problema de sí misma. Si la bala que dispara el fusil tuviese espíritu sentiría que su trayectoria estaba prefijada exactamente por la pólvora y la puntería y si a esta trayectoria llamá semos su vida la bala sería un simple espectador de ella, sin intervención en ella: la bala ni se ha disparado a sí misma ni ha elegido su blanco. Pero por esto mismo, a este modo de existir no cabe llamarle vida. Esta no se siente nunca prefijada. Por muy seguros que estemos de lo que nos va a pasar mañana, lo vemos siempre como una posibilidad.

Éste es otro esencial y dramático atributo de nuestra vida, que va unido al anterior. Por lo mismo que es en todo instante un problema, grande o pequeño, que hemos de resolver sin que quepa transferir la solución a otro ser, quiere decirse que no es nunca un problema resuelto, sino que, en todo instante, nos sentimos como forzados a elegir entre varias posibilidades. [Si no nos es dado escoger el mundo en que va a deslizarse nuestra vida —y ésta es su dimensión de fatalidad— sí nos encontramos con un cierto margen, con un horizonte vital de posibilidades —y ésta es su dimensión de libertad—; vida es, pues, la libertad en la fatalidad y la fatalidad en la libertad.] ¿No es esto sorprendente? Hemos sido arrojados en nuestra vida y, a la vez, eso en que hemos sido arrojados tenemos que hacerlo por nuestra cuenta, por decirlo así, fabricarlo. O dicho de otro modo, nuestra vida es nuestro ser. Somos lo que ella sea y nada más —pero ese ser no está predeterminado, resuelto de antemano, sino que necesitamos decidirlo noso tros, tenemos que decidir lo que vamos a ser; por ejemplo, lo que vamos a hacer al salir de aquí. A esto llamo «llevarse a sí mismo en vilo, sostener el propio ser». No hay descanso ni pausa porque el sueño, que es una forma del vivir biológico, no existe para la vida en el sentido radical con que usamos esa palabra. En el sueño no vivimos, sino que al despertar y reanudar la vida la hallamos aumentada con el recuerdo volátil de lo soñado. 26 Las metáforas elementales e inveteradas son tan verdaderas como las leyes de Newton. En esas metáforas venerables que se han convertido ya en palabras del idioma, sobre las cuales marchamos a toda hora como sobre una isla formada por lo que fue coral, en esas metáforas —digo— van encapsuladas intuiciones perfectas de los fenómenos más fundamentales. Así hablamos con frecuencia de que sufrimos una «pesadumbre», de que nos hallamos en una situación «grave». Pesadumbre, gravedad son metafóricamente transpuestas del peso físico, del ponderar un cuerpo sobre el nuestro y pesarnos, al orden más íntimo. Y es que, en efecto, la vida pesa siempre, porque consiste en un llevarse y soportarse y conducirse a sí misma. Sólo que nada embota como el hábito y de ordinario nos olvidamos de ese peso cons tante que arrastramos y somos —pero cuando una ocasión menos sólita se presenta, volvemos a sentir el gravamen. Mientras el astro gravita hacia otro cuerpo y no se pesa a sí mismo, el que vive es a un tiempo peso que pondera y mano que sostiene. Parejamente la palabra «alegría» viene acaso de «aligerar», que es hacer perder peso. El hombre apesadumbrado va a la taberna a buscar alegría —suelta el lastre y el pobre aeróstato de su vida se eleva jovialmente. 27 Con todo esto hemos avanzado notablemente en esta excursión vertical, en este descenso al profundo ser de nuestra vida. En la hondura donde ahora estamos nos aparece el vivir como un sentirnos forzados a decidir lo que vamos a ser. Ya no nos contentaremos con decir, como al principio: vida es lo que hacemos, es el conjunto de nuestras ocupaciones con las cosas del mundo, porque hemos advertido que todo ese hacer y esas ocupaciones no nos vienen automáti camente, mecánicamente impuestas, como el repertorio de discos al gramófono, ¿QUÉ ES FILOSOFÍA? 125ino que son decididas por nosotros, que este ser decididas es lo que tienen de ida; la ejecución es, en gran parte, mecánica. El gran hecho fundamental con que deseaba poner a ustedes en contacto está ya ahí, lo hemos expresado ya: vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben la fabulosa paradoja que esto encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser, por tanto, en lo que aún no es! Pues esta esencial, abismática paradoja es nuestra vida. Yo no tengo la culpa de ello. Así es en rigorosa verdad.  Pero acaso piensan ahora algunos de ustedes esto: «¡De cuándo acá vivir va a ser eso —decidir lo que vamos a ser! Desde hace un rato estamos aquí escuchán dole, sin decidir nada, y, sin embargo, ¡qué duda cabe!, viviendo». A lo que yo respondería: «Señores míos, durante este rato no han hecho más que decidir una y otra vez lo que iban a ser. Se trata de una de las horas menos culminantes de su vida, más condenadas a relativa pasividad, puesto que son ustedes oyentes. Y, sin embargo, coincide exactamente con mi definición. He aquí la prueba: mientras me escuchaban, algunos de ustedes han vacilado más de una vez entre dejar de aten derme y vacar a sus propias meditaciones o seguir generosamente escuchando alerta cuanto yo decía. Se han decidido o por lo uno o por lo otro, por ser atentos o por ser distraídos, por pensar en este tema o en otro, y eso, pensar ahora sobre la vida o sobre otra cosa es lo que es ahora su vida. Y, no menos, los demás que no hayan vacilado, que hayan permanecido decididos a escucharme hasta el fin; momento tras momento habrán tenido que nutrir nuevamente esa resolución para mantenerla viva, para seguir siendo atentos. Nuestras decisiones, aun las más firmes, tienen que recibir constante corroboración, que ser siempre de nuevo cargadas como una escopeta donde la pólvora se inutiliza, tienen que ser, en suma, re-decididas. Al entrar por esa puerta habían ustedes decidido lo que iban a ser: oyentes; y luego han reiterado muchas veces su propósito, de otro modo se me hubieran ustedes poco a poco escapado de entre las manos crueles de orador. 30 Y ahora me basta con sacar la inmediata consecuencia de todo esto; si nuestra vida consiste en decidir lo que vamos a ser, quiere decirse que en la raíz misma de nuestra vida hay un atributo temporal: decidir lo que vamos a ser, por tanto, el futuro. Y, sin parar, recibimos ahora, una tras otra, toda una fértil cosecha de averiguaciones. Primera: que nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. He aquí otra paradoja. No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no es.

  

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